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"Por algo no podrás dormir tranquilo, le dije"
Mi nombre es Florencia Lance. Soy hija de un aviador del Ejército procesado por vuelos de la muerte en Campo de Mayo. Tengo 45 años. Y hace muchos ya que supe que había algo en lo que para nosotros era un espacio de juego, o de encuentros, como lo era Campo de Mayo. Un lugar al que íbamos a andar en helicóptero, a jugar al tenis, a nadar a una pileta, a pasar los fines de semana con mi padre. Mis padres estaban separados. No tengo registros de cotidianidad, lo veía los días de visita, las vacaciones o en momentos de juego. Siempre cuento como algo impresionante que desde el jardín de infantes, en el año 1977 o 1978, mi cumpleaños se festejaba en Campo de Mayo. El rito era que nos pasaba a buscar un colectivo verde, de esos Mercedes Benz grandotes, donde iban subiendo mis compañeros para ir a pasar el día entero a ese lugar. Durante el jardín de infantes y también en la escuela primaria hasta que un día, supongo que para 1983, mi mejor amigo de la escuela, Juan, hijo de Rogelio García Lupo, me dijo que ese año no iba.
—No voy a poder ir a festejar tu cumpleaños —me dijo—, porque donde vos festejás, matan gente.
Para mí fue un baldazo de realidad. También me dijo algo parecido mi gran amiga Alejandra, parte de una familia muy importante a lo largo de mi vida. No me dejan ir a tu cumpleaños, me explicó. De esa manera aquella cita, tan esperada, a la que nadie se olvidaba nunca de llevar el permiso firmado por los padres para subir al helicóptero, se convirtió en una vergüenza y en el símbolo horroroso de una tragedia horrible y muy difícil de explicar. ¿Y ahora qué hacemos?, me dije. No había otra manera de festejar porque las cosas siempre habían sido de esa manera.
—¿Qué pasa?— pregunté a mi papá. Tuvo una respuesta muy tranquila. Me dijo que en el país habían pasado cosas. Que todo era muy difícil. Que ellos no tenían responsabilidades. Que la responsabilidad la tenía Isabel Perón. Que ellos eran como perros encerrados en una jaula. Que cuando alguien daba la orden de abrir la jaula, sabía para qué se abría. Y que ellos simplemente habían seguido las órdenes que les dieron desde el gobierno.
—Esta es mi verdad— me acuerdo que dijo—. Vos tenes que construir la tuya.
Estábamos en el auto. Íbamos solos. Él seguía hablando. Debía haber sido el último año de la escuela primaria. Por eso creo que me di cuenta de las cosas medio pronto porque me lo dijo alguien como Juan, a quien yo quería mucho. Esa imagen diciéndome: Ahí matan gente... Me lo dijo y le creí. Supongo que es porque había una liturgia de la muerte. Algo que supongo también pasó con otros.
Nosotros íbamos en un auto con granadas y con armas. Un día llegamos a Campo de Mayo. Había un grupo de mujeres en la puerta. Mi papá paró el auto. Bajó. Con mi hermana nos quedamos en el auto. Y cuando volvió, le preguntamos. Él dijo que era un grupo de madres angustiadas porque se había caído un helicóptero y venían a reclamar por sus hijos. Yo siempre tuve la sospecha de que eran Madres de Plaza de Mayo. No sé si tenían el pañuelo, pero era un grupo de diez o quince mujeres, llorando y gritando. Y la explicación del helicóptero que se cayó y soldados que murieron, bueno, parecía eso: los helicópteros se caen y los submarinos estallan. Yo no sé qué hace que algunas personas logren ver unas cosas y otras no. Que algunas digan qué raro ir con granadas en el auto. O qué raro perderse en el bosque de Campo de Mayo con una amiga durante una hora y cuando volvés que te recaguen a pedos. Que nos digan de todo. Que nos estaban buscando. Pero la sensación siempre fue esa: no sé si sabía exactamente qué sucedía, pero siempre había algo incómodo. Algo que no terminaba de estar bien ubicado.
Más tarde entré al colegio Nicolás Avellaneda, porque mi amiga Alejandra había elegido esa escuela. Como sucedió con muchos de integrantes de estos nuevos colectivos, hay dos tipos de familia entre los hijos o ex hijos de genocidas. Algunos estuvieron muy protegidos por la familia militar y por un sistema de custodias y a otros simplemente no nos dieron mucha bola y nos criamos como pudimos. Sin mucha atención, ni mucho cuidado. Yo estaba en ese segundo grupo. Mi vieja era psicóloga, se iba a bailar y estaba en otra historia. Era muy jovencita cuando se separó. Yo me la pasaba en la calle buscando familias sustitutas de las que tengo recuerdos maravillosos. Padres postizos con los que fui tapando agujeros que no se pueden tapar, pero a los que se les puede poner un puente para seguir caminando. Era muy curiosa. Preguntaba. En casa de Carlos, el padre de mi amiga Alejandra, escuché el disco rojo de Silvio Rodríguez y cuando pasaban las canciones, decía: Entonces la revolución no es algo tan malo, ¿no?Si hay gente que puede cantar cosas tan maravillosas. Si un poeta puede decir cosas tan lindas. No sé porque yo conecté con eso. O mi hermana no conectó.
En el Nicolás Avellaneda aprendí cantidad de cosas no sólo de los profesores, porque era una escuela a la que llegaban la mayoría de los hijos de exilados. Había un rector, Raúl Aragón, muy generoso, con el que fuimos reconstruyendo la historia del país. Yo no hablaba de mi papá. No decía nada. Otros ex hijos también comentan cosas así. A mí me hubiese encantado que no estuviera. Y me preguntaba: ¿Por qué no tengo un papá mecánico? Tenía una compañera que tenía a su papá muerto. Y yo decía: ¿Por qué no tengo yo un papá muerto? ¡Y listo! Por qué no decirlo así. Por qué, y así no tener que dar explicaciones. Era difícil decir de qué trabajaba ante la pregunta en alguna clase. Pero logré ir dejando eso de lado. Tomar decisiones y elegir estar de un lado que a mí me hacía mejor, me hacía más libre, un lugar que me daba menos vergüenza.
Armé mi grupo de amigos. Cuando entré a la escuela ya había centro de estudiantes y estaban la agrupaciones políticas: el PC, Franja Morada, la JP. Y en la escuela militaban un montón de personas. Era la época de las primeras movilizaciones. Pasaban los pibes del centro de estudiantes por las divisiones. Decían: Hay que ir a la Plaza. Y salíamos. De Palermo, nos tomábamos el subte y llegábamos a Plaza de Mayo. No sé a qué o por qué pero estaba bueno. En quinto año me pidieron que diga el discurso de cierre. Yo, por los estudiantes Y Aragón, por la escuela. Supongo que Aragón sabía mi legajo porque la conducción de las escuelas lo sabía. Así, hablé yo. Después Aragón. Y luego vi a mi papá muy enojado con esa intervención, como diciendo: ¡Este tipo es un zurdo! Yo no entendí por qué lo enojaba tanto un tipo tan buena persona. Pero ahí comenzó a cortarse algo. No recuerdo haber discutido mucho más, pero fue una de las últimas veces que lo vi: yo ya estaba parada en otro lado.
Durante todo ese período, antes y después, hubo momentos en los que existió una especie de pacto de no hablar. Él sabía cómo pensaba yo. Mi casa era una casa dónde se hablaba de política. Mi abuelo, el papá de mi papá, era del GOU (Grupo de Oficiales Unidos). O sea que la política siempre estuvo en la casa familiar. El papá de mi mamá era militante radical. Y es raro porque si bien no recuerdo a mi viejo hablando de política, sino con su trabajo de aviador, nada de la política me resulta extraño. Estaban los que amaban a Evita y los que la odiaban. Estaba una foto del Operativo Independencia en el living de mi abuelo con mi papá vestido de piloto frente a un helicóptero, y un escrito a mano con esa frase que dice: Tucumán cuna de la independencia, sepulcro de la subversión. La palabra subversión, el apellido Santucho, el Che Guevara, no eran cosas que me resultaran extrañas. No estaba viviendo en una burbuja. Y había una persona de la que ahora estoy reconstruyendo su historia: un gran amigo de mi abuelo, del grupo de amigos con el que se juntaba un poco a conspirar y un poco a jugar a las cartas, Julio Gallego Soto.
Gallego Soto desapareció en julio de 1977. Durante años vi a su esposa, una mujer muy, muy buena con nosotras. Viuda aunque nunca estaba claro por qué era viuda. Por qué estaba sola, por qué siempre todos estaban con sus parejas y ella no. En una charla, con papá, una vez le recriminé lo que había pasado con Gallego Soto, él se puso a llorar. Mi papá me dijo que para él había sido casi un padre. Que había sido la persona que lo había cuidado y guiado muchos en momentos importantes. Que cuando se enfermó su hermana de tuberculosis, mis abuelos dejaron a mi papá y a su otra hermana bajo la crianza de Gallego Soto. Que así había sido un hombre muy clave en su vida. Y me dijo: "Yo lo busqué, lo busqué todo lo que pude, hasta que me dijeron: no lo busques más porque el próximo sos vos".
—Vos no sabés lo que pasó. No terminas de entender. Esto fue muy doloroso.
En 2015 yo hacía un trabajo en Jujuy cuando escuché por la radio la noticia del procesamiento de aviadores del Ejército por los vuelos de la muerte. No dijeron nombres. Pero tuve la certeza de que mi papá iba a estar entre los acusados. Busqué en el Google. Estaba durmiendo en una casa prestada. Mi compañero se estaba duchando. Y sola con el Google, encontré la noticia con el nombre y apellido de papá: ahí confirmé lo que desde los 12 años ya sabía. Lo que de alguna manera él también me había confirmado. Y me acordé de la charla sobre Gallego Soto. De lo que dijo. Llamé al hijo. No lo había visto nunca más. Nos juntamos. La llamada fue tranquilizadora también para él porque se había sentido abandonado por los amigos de su padre, esos personajes cercanos al GOU. Le dije que vaya a preguntarle a mi papá, que mi papá sabía dónde podía haber estado su padre porque lo buscó. Si vos querés encontrar el cuerpo, pregúntale, le dije. Y ahí supe algo más sobre los silencios y los pactos. Me contó que citó a mi papá en el juicio. Que mi papá fue, pero no dijo ni una palabra. Se sentó y no dijo nada. Y antes de irse, le dijo: Discúlpame que no puedo hablar, pero no voy a hablar. ¡Y habían sido como hermanos en la vida! Chicos que se habían criado con estos padres sustitutos en estas familias de padres amigos. En ese momento, a mí me quedó claro que ellos no van a hablar.
Me anoté en Ciencias Políticas en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Un día vino a estudiar a casa Diego, uno de mis compañeros. ¿Pero no es que los desaparecidos están en España?, le dije. Y Diego se levantó y agarró sus cosas para irse. Lo agarré del brazo. Le dije que se quede porque todo eso en realidad era mi forma de preguntar, de querer saber, de enterarme. ¿No era cierto esto?, le preguntaba. ¿Y qué pasaba entonces? ¿Pero la guerrilla? ¿La revolución? Preguntar me daba la posibilidad de escuchar otras respuestas. Y las respuestas que escuchaba me resultaban más verdaderas que las pocas que había escuchado en el entorno familiar. Ví películas. Ví El exilio de Gardel. Vi La Noche de los Lápices y salí con una tristeza tremenda. Ese día volví a casa y empecé a pelearme con todo el mundo: tenia la sensación de que todo estaba mal. Mi abuela era muy católica, yo me enojaba con ella.
—¡Vos porque sos católica!
Le decía. Y me peleaba con cada parte de lo que había sido el sostén de la familia. Incluso la familia católica por parte de mi mamá, donde había una actitud tan fría respecto de lo que había sido la dictadura, como de ignorar todo, muy superficial.
Para 1992 o 1993, un grupo de compañeros armaron una agrupación. Me conmovió el trabajo que realizaban y empecé a dar una mano.
—Yo doy una mano si hay que pintar un cartel— le dije a Diego.
—No necesitamos secretarias— me dijo—. Hacen falta militantes.
El MATE fue un lugar de aprendizaje, de contención, de mucho afecto. Hicimos un viaje a Cuba, ese lugar que para los hijos de los genocidas era el monstruo. El lugar donde se comían a los pibes crudos. Lo que no se quería. Lo que se quiso evitar. Y ahí, durante un mes, nos encontramos con un país maravilloso, a pesar del período especial con la vida cotidiana tan difícil. Un país con gente muy inteligente, muy solidaria. Conversamos con viejos militantes, aprendimos, conocí a María Santucho, que hoy es una de mis grandes amigas y una referente de la lucha. Aprendí cómo encarar la vida y la necesidad de que el mundo sea más lindo. De que así, como está, el mundo no está bueno para nadie.
Afiche. Agrupación El Mate.
Volví del viaje muy distinta. Y cuando volví fui a ver a mi abuela paterna con la que tenía una relación linda. Era una mina muy lúcida que leía mucha filosofía. Me gustaba mucho conversar con ella. Y ella, ese día, desde la cama de enferma, me dijo: ¿A qué fuiste a Cuba? ¿A entrenarte? Ah, bue, pensé yo. Mejor dejemos las cosas así. Y enseguida me dijo que si tenía que elegir entre mi papá y yo, iba a elegir a su hijo. Ya se le había muerto una hija, dijo, y no podía perder otro hijo más. Y así fue como otra de las relaciones familiares se disolvió en el aire. No vi más a mi abuela. No vi más a mi padre. No lo veo desde hace treinta años. Y no tuve más noticias hasta que aparece su nombre en los juicios.
Che, le dije a Diego en ese momento, yo quiero escribir algo, empecemos a pensarlo. Y a muchas compañeras del colectivo les pasó que con los juicios aparecen dos cosas: en un caso, la revelación por primera vez de lo que fueron sus padres, compañeras más chicas se enteran de la monstruosidad en los juicios, que entonces son claves también para entender la aparición de estos colectivos. Y después hay otra cosa, que una voz trae la otra, y la posibilidad de pensarnos colectivamente. Las preguntas que nos hacen ayudan a pensar, y así aparece la posibilidad de una voz pública que ya no sea la voz individual de alguien contando su historia, sino la posibilidad de armar algo con todo esto que vaya más allá.
Cuando me enteré, primero pensé en mis hijos. Yo estaba en Jujuy. Pensé en mis hijos escuchando por televisión el nombre del coronel Lance. Hablé con el padre. Y después fui a ver a una psicóloga con la que había laburado antes. Hablamos de la libertad de elegir y la cosa es que cuando terminamos, le pregunto cuánto es y me dice nada, yo no te puedo cobrar por algo que no es tu problema sino que es un problema de todos. Entendí que de alguna manera eso estaba bueno para pensar cómo todos nos hacemos cargo de esto.
La noticia para mí fue una confirmación. Pero también confirmaba en lo personal que yo no era la loca. Estaba la idea de yo inventaba toda esta historia del represor porque en realidad tenía bronca con mi viejo porque se había ido con otra mujer. No era verdad. Pero verlo en el diario también fue un alivio: no era que yo tenía una suerte de enojo adolescente. Era la verdad histórica. Una verdad que sostengo con mucho dolor. Que no la sostengo desde un capricho. Ni desde un enojo. Por lo contrario, es una decisión fuerte y difícil porque, además, no tenía un papá malo. Ni violento. Fue muy doloroso cortar y decir no quiero verlo mas. Quiero que esté preso. Quiero que él, como el resto de las personas que participaron de la represión, estén presas. Y cumplan su condena. Y listo. Que se mueran en la cárcel y podamos construir un país desde la verdad. Con lo doloroso que pueda ser la verdad. Desde la verdad que nos va a dar libertad. Y nos va a dar posibilidades de tener un país distinto.
Mi vieja se enteró en 2015. No podía creerlo. No podía creer haber estado casada con una persona así. Ellos se separaron en 1975. Me dijo que se había separado porque le daba asco el olor de mi padre. Imagino que él estaría yendo a Tucumán para el Operativo Independencia. Está la foto. Y él me lo dijo. Y ella me habló del olor. De cuando volvía a la cama a acostarse. Yo no sé qué pasó con esa persona a la que de repente ella no podía tocar, con la que no podía ni estar. Y no sé si eso la salva, pero es cierto que se separó. Igual, está el silencio. Mi mamá tenía una muy amiga durante la dictadura a la que le estaba desapareciendo su compañero. Nunca se lo contó a mi madre. Yo me enteré muchos años después al verla en un espacio de militancia. Creo que todavía hoy no se lo dijo. Se lo conté yo. Tampoco podía creerlo. Pero creo que eso nos hablan de cosas que, ojalá, en algún momento podamos pensar. Entre los ex hijos a veces nos preguntamos: ¿Qué sociedades construyeron a estas personas? Algunos serán más monstruosos que otros, otros son más normales de lo que nos gustaría. Pero, ¿cómo pasó? ¿Cómo se convirtieron estos pibes y estos hombres en personas capaces de torturar y de asesinar? ¿Cómo pudieron las familias negarse a ver? ¿Cómo los papás de mis amigos del jardín y de la primaria, dejaban que sus hijos fueran a jugar a Campo de Mayo en 1977? ¿O que se subieran a un colectivo?
Una vez se lo pregunté a la viuda de García Lupo. Para el 2×1 me pidió que la acompañe a la marcha porque quería llevar un cartel en memoria de Rogelio. Ese día marché sola con ella. Y como ese nombre, en mi vida aparecieron otros. Siempre digo que a mí me salvó la calle. No tener una familia que te contenga, pero que tampoco que oprima demasiado.
Para la época de la facultad, un jueves, Diego me dijo: Vamos a la Plaza.
—¡Noooooo!— dije yo. Pero fuimos. Nos quedamos parados.
—Vamos a marchar— me dijo. Y yo, de nuevo: No. Sentía que usurpaba el lugar de los otros, el discurso de los otros. Un espacio que no nos pertenece. Creo que eso es lo que intentamos todavía pensar: creemos que tenemos que estar de costado, que hay que acompañar la lucha de los organismos pero que no es un lugar nuestro. De todas maneras, aquella vez sí marché y lo hice un montón de años más, muy cerca de las Madres. Cierta vez en la agrupación decidimos que haga mi trabajo de base en la Asociación de Madres, así que después del trabajo me iba todos los días al local. Y así como tengo ese padre postizo que es el padre de mi amiga Alejandra, tuve una madre postiza en Hebe. Hebe me enseñó cómo ser mejor persona, pero también cómo ser mujer, cómo ser mamá o cómo cocinar. No tengo recuerdos en mi casa de la cocina. Pero recuerdo estar enferma y que ella me traiga comida a mi casa. Cuando nació mi primer hijo, terminó la marcha de la resistencia y se vino a pasar la noche conmigo al sanatorio. A mi hijo le puse Juan, un poco por mi amigo y por el personaje de El exilio de Gardel. Era la primera marcha que no iba porque estaba pariendo. Eran los '90, todo era ríspido y duro, frívolo y superficial, y ahí estábamos nosotros, un grupo de pibes y de pibas que queríamos estar con las Madres, hablar de la dictadura, de Cuba, discutíamos y nos peleábamos con Hebe, pero después también nos hacía unos platos de ravioles caseros que estaban buenísimos.
En ese recorrido nos fuimos vinculando con compañeros de los '60 y '70 que nos acompañaron y nos formaron desde la agrupación. Nos contaron sus ideas del mundo. Estuvo el Negro Molina, un dirigente obrero muy cercano a Cooke, que nos cagaba a pedos, no tenía ninguna consideración pero sí respeto. El Negro Molina una vez nos contó que durante los años de la resistencia viajaba en un colectivo. Y de un lado estaba la policía reprimiendo y del otro parte del pueblo resistiendo.
—Hay momentos de la vida en que uno tiene que elegir de qué lado se pone.
Nos dijo. Y esa imagen para mí es así: uno siempre, siempre, siempre, puede elegir de qué lado se pone. El terrorismo de Estado fue masivo, fue un plan sistemático, todos los que estaban, estuvieron, pero hubo casos que no. Horacio Ballestero, D'Andrea Mohr. Siempre me pregunto qué hizo que una persona pudiera decir que no; no voy a reprimir a mi pueblo; no voy a participar de este genocidio. Mi papá tenía la posibilidad de elegir: tuvo un avión lleno de secuestrados, ¿por qué no te fuiste del país? ¿Qué te podía pasar? No era un zumbo al que no le quedaba otra, que no tenía recursos simbólicos para pensarlo. ¿Por qué no pudiste hacer el click? ¿Qué pasó ahí? ¿Qué es eso de la obediencia y el compromiso con este proyecto de asesinar? Creo que en el vuelo también había dos pibes de secundarios por los que específicamente se lo procesó y denunció.
En el '97 abrimos la Cátedra Che Guevara en la facultad, una experiencia que acercó a gente de los '70 de distintas líneas a contar a los pibes jóvenes qué había pasado. Se hizo en bares, fue muy masiva y la idea era laburar sobre la transmisión. Manolo Gaggero era el titular, una de las personas enviadas por Cooke a Cuba. En esos espacios aparecían las historias: la de la Pirí Lugones, una mina con esa historia familiar con la que pudo hacer algo diferente; y también las de Alicia Eguren y Osvaldo Bayer.
Cuando nació Juan, mi hermana quería que mi papá lo conozca. Insistía. Decía que era su primer nieto. Nos peleamos. Quien entonces era mi compañero tenía a su tío desaparecido. Mi hermana insistió. Fue a la casa. Y cuando volvió me dijo: la casa está igual y están nuestras fotos. ¡Pero no estoy muerta!, dije yo. ¿Cómo que están nuestras fotos? Con mis cuatro hermanos por parte de él, no volví a hablar, el día que quieran, sabrán, pero el problema es cuando alguien acepta vivir sin preguntas. Cuando un hombre vuelve a tu casa, después de asesinar, ¿no te hace ruido nada? ¿No hablás de eso? Con mi compañero hablo de su trabajo, de los problemas. ¿Cómo se vive de otra manera? ¿Qué hay ahí? ¿Son familias sostenidas sin conversación?
Cuando salió publicada la historia de Mariana Dopazo, muchos de amigos me la reenviaron. Me partió la cabeza. Me impactó la manera de reflexionar sobre lo que le pasó. También Erika. Y creo que fueron claves para pensar que podíamos tener una voz pública. Ahora hay dos grupos de ex hijos y de hijos. Y me parece que es una buena noticia que haya dos, tres, miles, y grupos de supermercadistas chinos que repudian a los genocidas, que no les quieran vender una botella de vino. Que no haya nadie que los apoye. Que los terapeutas piensen sobre esto, que los supermercadistas chinos piensen cómo dejar de venderles porque esto es una tragedia que es imposible de resolver hasta no ir a fondo. Y claro que comienza por la memoria, verdad y justicia y por los juicios, sin duda.
La última vez que hablé con mi papá, lo llamé para conversar por unos problemas familiares. Me dijo que lo dejara tranquilo. Que estaba muy mal. Con muchas complicaciones. Y tenía qu tomar pastillas para dormir.
—Estoy pasando muchos problemas— dijo.
Yo le dije:
—Por algo no podrás dormir tranquilo.
Cortamos y eso fue toda la charla.
Entrevistas y producción: Luciana Bertoia, Agustina Frontera y Alejandra Dandan.
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