sábado, 5 de diciembre de 2020

crisis de hegemonía norteamericana actuan al margen de la ley la razón y sentido de humanidad José Martí lo llamó "monstruo"

Asunto: "La crisis de hegemonía de la potencia norteamericana también se expresa en la nostalgia de un dominio que hoy sólo puede sostenerse por la fuerza y actuando al margen de la ley, de la razón y del sentido de humanidad"

 

Una historia de tanques, mentiras y agitación

Cómo la política de EE.UU. cayó en el fango

 

Daniel Bernabé – Escritor y periodista - @diasasaigonados

- 2 diciembre 2020

 

El jueves 3 de diciembre, habrá transcurrido un mes desde la celebración de las elecciones presidenciales en Estados Unidos y el actual Presidente en funciones, Donald Trump, no ha reconocido aún el resultado que pondrá fin a su primer y único mandato. La situación es del todo excepcional y nos señala la profunda recesión a la que se ha visto sometida la política estadounidense. Todo el problema parece reducirse al hombre que ha ostentado la 45º presidencia del país norteamericano, como si el peculiar carácter del millonario pudiera explicar por sí solo la profunda grieta y su derrota poner un fin definitivo al problema. Trump es un síntoma de una enfermedad antecedente, una de inicio incierto y de un desarrollo acelerado.

 

Si la década de los sesenta estuvo marcada por el asesinato de John F. Kennedy, un magnicidio teñido bajo la sombra de la conspiración en la cultura popular, los años setenta vieron la renuncia de Richard Nixon tras el escándalo del Watergate. La llegada de Ronald Reagan al poder, en 1981, tras el único mandato de Jimmy Carter, vino a suturar no sólo la crisis económica sino una crisis de legitimidad en la que el País se había sumido por tres lustros, donde simbólicamente pesaba más la derrota en Vietnam que el éxito del programa Apolo, al poner un hombre en la luna. No se trataba de que el País tuviera problemas, sino de que se percibía que el País era un problema en sí mismo.

 

La historia es caprichosa y situó al hombre menos pensado para desempeñar tan titánica labor. Reagan era un actor de segunda fila reconvertido a político, cuyo máximo logro, antes de haber sido gobernador de California, fue delatar a sus compañeros en la caza de brujas, el proceso que en la primera parte de la década de los años cincuenta, conducido por el senador McCarthy y auspiciado por el director del FBI, John Edgar Hoover, convirtió en papel mojado los derechos civiles, con la excusa de la persecución del comunismo. Se olvida, pronto, que además de poner en la picota a estrellas del cine e intelectuales, durante el reinado del siniestro Hoover se ejecutó a supuestos agentes de la URSS, como el matrimonio Rosenberg, se espió sin reparos a altos cargos de los sucesivos gobiernos y se produjeron asesinatos de activistas por los derechos civiles, como el de Martin Luther King que, según una sentencia judicial de 1999, sucedió bajo el auspicio de agencias gubernamentales.

 

Reagan, sin embargo, vino a poner fin al desconcierto aprovechando el propio desconcierto. De un lado, atacó sin piedad la herencia del New Deal [Nuevo Trato, política intervencionista de Franklin D. Roosevelt para luchar contra los efectos de la Gran Depresión], lo que llevaba siendo un consenso en los diferentes gobiernos estadounidenses, desde la década de los años treinta, la intervención en la economía y unas ciertas políticas sociales que pretendían, en último término, cohesionar a la sociedad para evitar fracturas con resultados inciertos. El equipo económico del nuevo presidente aprovechó las sucesivas crisis del petróleo para introducir un nuevo paradigma, consistente en reducir el gasto público, reducir los impuestos, eliminar las regulaciones a las actividades empresariales y reducir la inflación. En Reino Unido, un par de años antes, en 1979, Margaret Thatcher había llegado al poder con un programa muy parecido. El presidente norteamericano sería incomprensible sin la primera ministra inglesa [No olvidar el negativísimo rol de la vil dictadura chilena, que impuso –con genocida represión, incluyendo brutales torturas y crueles asesinatos de incontables compatriotas–, por primera vez en el planeta, el inhumano neoliberalismo, por intermedio de los mafiosos Chicago Boys, inspirando a la autocrática jefa de la ultraderecha británica].

 

Millones de personas de clase media se habían formado con la idea de que querían ser diferentes y encontraron en el modelo de sociedad que propugnaba Reagan una forma de vehicular ese sentimiento mediante lo aspiracional y la construcción de identidad mediante el consumo.

 

Pero, además, Reagan fue el producto de otra cara menos explorada de ese desconcierto previo. Los movimientos de protesta de la oleada de 1968 engendraron una forma de ver la sociedad que abjuró del Estado y de los valores tradicionales y que propugnaba una individualidad liberadora que, paradójicamente, resultó esencial para entender el individualismo que permitió a Reagan alzarse con el poder. El salto del hippie al yuppie [del movimiento contracultural, libertario y pacifista al estereotipo del joven ejecutivo obsesionado por lucrar], personificado en la figura de activistas como Jerry Rubin, no fue una excepción ni un capricho excéntrico, sino la evolución lógica que quedó tras eliminar de la ecuación la protesta y pasar de la universidad a la carrera profesional. Millones de personas de clase media se habían formado con la idea de que querían ser diferentes –diferentes a lo pautado– y encontraron en el modelo de sociedad que propugnaba Reagan una forma de vehicular ese sentimiento de diferencia, mediante lo aspiracional y la construcción de identidad mediante el consumo.

 

Podemos afirmar que Reagan fue el síntoma, al igual que Trump, de un Estados Unidos que vivió las tres décadas de posguerra en una convulsión mucho mayor de lo que se piensa habitualmente, cuya lucha en la Guerra Fría contra la URSS dejó severas cicatrices en el desarrollo de su democracia liberal y cuyos conflictos sociales fueron resueltos de maneras que, en muchas ocasiones, obviaron su propia legalidad y el respeto a los Derechos Humanos dentro de sus fronteras. Trump sería incomprensible sin la crisis financiera de 2008 y esta, a su vez, sin las desregulaciones introducidas por la reaganomics. Resulta, no obstante, extraña la escasa vinculación que se ha trazado entre el último presidente norteamericano y sus sucesores, como si el millonario fuera un caso aislado dentro del GOP [Grand Old Party –Gran Veterano Partido–, como también es llamado el Partido Republicano], especialmente por el nulo respeto a la institucionalidad, algo en lo que Trump sí ha sido pionero.

 

No así en el uso de la mentira como arma política, que ya se puede ver en la administración Bush Jr., con el engaño masivo perpetrado para llevar adelante la Guerra de Irak e, incluso, la tendencia autoritaria desarrollada por su mandarín Dick Cheney, que bordeó, en más de una ocasión, la inconstitucionalidad con sus decisiones, al ejercer desde su vicepresidencia, formal e informalmente, tareas que no le estaban asignadas. Por otro lado, el Tea Party [sector de extrema derecha del Partido Republicano], nacido en 2009 como reacción a la administración Obama y, más allá, al tímido intento de este por retomar una ligera política intervencionista en lo económico, son también claros antecesores de Trump, situando a una de sus figuras, Mike Pompeo, como su secretario de Estado. En el Tea Party se encuentra, ya, el uso de las nacientes redes sociales como herramienta para su propaganda y una peculiar mezcla de tradicionalismo arcádico con una defensa de lo neoliberal desde el populismo.

 

Lo interesante no es sólo la obvia conexión de la administración Bush Jr. con la de Reagan, primero por su padre, Bush senior, vicepresidente de 1981 a 1989 y presidente en un único mandato, hasta 1993, también por Dick Cheney y Donald Rumsfeld, altos funcionarios desde los tiempos de Nixon, sino también por una línea que recorre a Trump, el Tea Party y a ambos Bush y que podríamos denominar como la de los asesores de agitación inmoral, es decir, el uso de la mentira no sólo para negar los errores propios, algo habitual en política, sino para destruir a los rivales políticos y crear un clima social no basado en la adhesión favorable a unas ideas, sino a la agitación emocional en contra de unos enemigos a menudo prefabricados. ¿Dónde podemos encontrar la génesis de esta forma de operar? Precisamente en los años del Partido Republicano, en los años 80.

 

La mentira seguía siendo habitual en la política estadounidense, en su faceta de encubrir errores propios o actividades ilícitas. Encontramos, así, una continuación del Watergate en el Irán Contra, la venta de armas al enemigo persa para financiar a los escuadrones de la muerte ultraderechistas en América Central, un caso que estuvo a punto de costarle la presidencia a Reagan si no hubiera sido por el aprendizaje en situar, entre sus decisiones y quien las lleva a cabo, a una tupida red de actores secundarios que fueron absorbiendo la onda de choque del escándalo. En este sentido, la frase de Hamlet sobre la podredumbre [Algo huele a podrido en Dinamarca”] seguía siendo una tradición de la que prácticamente ninguna administración gubernamental de la primera potencia escapa, hasta nuestros días.

 

La cuestión es cómo esa mentira, esa agitación inmoral llevada a cabo por asesores, se fue haciendo habitual dentro de la propia política de la década de los ochenta. La reelección de Reagan, en 1984, fue una de las mayores victorias registradas al imponerse a su rival demócrata Walter Mondale en todos los Estados, menos en Minnesota y en el DC [District of Columbia –Distrito de Columbia–, Washington DC, capital de EEUU]. Sin embargo no es la abrumadora victoria lo que nos ocupa, sino otro detalle. Mondale eligió, por primera vez, a una mujer para la candidatura a la Vicepresidencia, Geraldine Ferraro, hecho que, en un primer momento, preocupó al equipo de Reagan, al poner sobre la mesa una asimetría de resultado incierto. Y aquí es donde entra un nombre esencial en toda esta historia, Lee Atwater, un asesor que, con sólo 33 años, encabezaba el comité de reelección del presidente republicano.

 

La desregulación no fue tan sólo económica, sino también de una disolución de los principios y las reglas de índole ética. Si en películas de final de la década, como Robocop o Wall Street, ya se nos describe a un tipo de ejecutivo de ambición despiadada, Atwater había sido su correlato pionero en la asesoría política.

 

De Atwater el New York Times contaba que "realizó su primera campaña política en la escuela secundaria, en Columbia, Carolina del Sur, una campaña que el director tuvo que ordenar que se repitiera, porque el Sr. Atwater había confundido a sus compañeros de estudios al inventar un candidato, Dewey P. Yon, y una serie de cuestiones, incluyendo cerveza de barril y doble almuerzo". La anécdota adolescente nos anticipaba ya un modus operandi basado no en la exposición óptima de unas ideas y principios, sino en el uso de la confusión y la mentira para alterar el juicio de los electores. En 1984, Atwater filtró a la prensa detalles turbios del pasado de los padres de Geraldine Ferraro. Visto los resultados, los republicanos no lo necesitaban, pero tiraron con todo lo que tenían, incluidas maniobras comunicativas de agitación inmoral.

 

Atwater era un personaje tan simpático y dicharachero como taimado y cruel, pero el carácter no explica su ascenso, sino unas condiciones estructurales que le permitieron convertirse en una figura clave del GOP y a sus maniobras tomar asiento en la política norteamericana. La desregulación no fue tan sólo económica, sino también de una disolución de los principios y las reglas de índole ética. Si en películas de final de la década, como Robocop o Wall Street, ya se nos describe a un tipo de ejecutivo de ambición despiadada, Atwater había sido su correlato pionero en la asesoría política. No se trata, tan sólo, de que él moldeara la forma de las campañas electorales, sino de que la sociedad que se estaba creando daba un espacio y una oportunidad para que tipos como Atwater fueran posibles.

 

Para las elecciones presidenciales de 1988, los demócratas tenían que resarcirse de la aplastante derrota sufrida cuatro años antes. Además, para esas fechas, las políticas de Reagan ya habían mostrado su reverso tenebroso: activaron la economía –con una no declarada inyección de dinero público a la industria armamentística y tecnológica–, pero estaban provocando una brecha social cada vez mayor, con un ascenso de la pobreza y la criminalidad sin precedentes. Si a eso le sumamos que el escándalo del Irán Contra era tan enrevesado como sonrojante, los demócratas tenían amplias posibilidades de derrotar a sus adversarios. ¿Quién se postulaba como el favorito de las primarias demócratas? Gary Hart, un candidato que rehuía la tendencia clásica para convertirse en la respuesta amable a Reagan: más yuppie que ejecutivo agresivo. ¿Qué nos explica esto? Que los partidos progresistas, tal y como les ocurrió a los laboristas británicos, suelen depender demasiado de las coyunturas, pasando a desnaturalizarse. ¿Cómo acabó la carrera de Hart? Arruinada, tras una infidelidad con una joven modelo. Por cierto, la foto del escándalo resume una época: fin de semana de pasión en las Bahamas, la chica rubia sentada en el regazo del maduro candidato Hart, que vestía una juvenil sudadera con la inscripción Monkey Business Crew, algo así como El Equipo de los Tramposos, nombre del yate con el que fueron a las islas caribeñas.

 

¿Quién quedó en la carrera de las primarias demócratas? Un tal Joe Biden, ese señor que se va a convertir en presidente de los Estados Unidos en 2021. Biden, sin embargo, no llegó a concurrir a las elecciones, al descubrirse que había plagiado un discurso de Neil Kinnock, el líder laborista británico. El problema no fue tanto que Biden copiara un párrafo, prácticamente de forma literal, sino que ese párrafo hacía referencia a los antecedentes de clase trabajadora que le hacían ser el primero de su familia en llegar a la universidad, algo que no era del todo cierto. También, se puso en cuestión su expediente académico y su pasado como activista por los derechos civiles. Un escándalo, sin duda magnificado, que obligó al entonces candidato Biden a defenderse en lo personal más que centrarse en proponer su ideario. El ganador de las primarias demócratas fue Michael Dukakis, gobernador de Massachusetts.

 

Lo cierto es que fue el equipo de Dukakis, teóricamente al margen de su voluntad, quien filtró a la prensa la coincidencia con el discurso de Kinnock, sin especificar que Biden tenía relaciones fluidas con el laborista y que le citaba habitualmente, como ejemplo en sus intervenciones, salvo aquella vez. Aunque Dukakis despidió al asesor que ideó la sucia estrategia, John Sasso, el fango ya se había hecho dueño de la política estadounidense: cuando tú mismo te encargas de extenderlo acabas también manchado. De hecho, el enfrentamiento de las presidenciales de 1988 entre Bush senior y el demócrata de Massachusetts es una de las campañas más sucias de la política estadounidense que se recuerdan, una elección que cambiaría las reglas de lo permitido, para siempre.

 

El suceso nos comunicaba que Bush había sido un héroe de guerra, lo cual podría indicarnos su valía como militar, algo que quizás le valió para trazar la Operación Cóndor, que dio apoyo a las dictaduras ultraderechistas en el Cono Sur Latinoamericano, durante su presidencia de la CIA, a mediados de los setenta.

 

Dukakis aventajaba, ampliamente, a Bush en las encuestas de ese verano: todo parecía inclinarse en contra de los republicanos, esta vez. El programa del demócrata consistía en hacer valer sus éxitos sociales y económicos como gobernador, es decir, en exponer públicamente un programa diferente al de su contrincante. Lee Atwater, que ya se encargaba de la campaña de Bush, puso toda su artillería de agitación inmoral para que no se hablara de política real, sino de supuestos escándalos y problemas retorcidos. Para empezar, se filtró a la prensa que Dukakis había estado en tratamiento psiquiátrico, tras morir su hermano, atropellado por un coche que se dio a la fuga. Reagan, preguntado por la prensa, dijo: "No me voy a meter con un inválido", en unas declaraciones tan miserables como medidas.

 

El infierno para Dukakis sólo acababa de comenzar ya que a partir de ese momento apenas pudo entrar en campaña con su argumentario, al tener que estar defendiéndose, constantemente, de los ataques de la campaña de Atwater, quien utilizaba los anuncios en TV no para hablar de las propuestas de Bush, sino para atacar al demócrata con falsedades o, sencillamente, con el escarnio. Otra de las características de Atwater es que dibujaba hábilmente a un candidato, desde lo personal, no desde lo ideológico. Una antigua grabación salió a la luz, se trataba de Bush senior siendo rescatado del agua por la Marina estadounidense, tras ser derribado su avión por cazas japoneses, en la Segunda Guerra Mundial. El suceso nos comunicaba que Bush había sido un héroe de guerra, lo cual podría indicarnos su valía como militar, algo que quizás le valió para trazar la Operación Cóndor, que dio apoyo a las dictaduras ultraderechistas en el Cono Sur Latinoamericano, durante su presidencia de la CIA, a mediados de los setenta. ¿Respondió Dukakis con estas acusaciones? En absoluto. Su equipo de campaña le llevó a visitar una fábrica de tanques y le subió en uno, delante de los periodistas. ¿Ocurrió algo excepcional? Tan sólo que Dukakis no era lo entendido en EEUU por un action man [hombre de acción], provocando la estampa de risas entre los periodistas que cubrían el acto. Atwater creó un vídeo con Dukakis subido al tanque, en el que añadió sonidos de motor estropeado, su trayectoria antibelicista y una sentencia: "Este hombre quiere ser nuestro comandante en jefe, ¿América se puede permitir ese riesgo?".

 

Las encuestas empezaron a igualarse después de los ataques; sin embargo, aún todo parecía en el aire. Hasta el debate presidencial sobre el que planeaba la sombra del último vídeo de Atwater. En él se veían una serie de presos entrando en una cárcel y saliendo por una puerta giratoria, al instante, en referencia a la política penitenciaria de reinserción que Dukakis había llevado como gobernador de Massachusetts. En otro, se hacía referencia a que Bush apoyaba la pena de muerte, mientras que Dukakis abogaba por los permisos penitenciarios. Willie Horton, un preso que cumplía condena en una de las cárceles del Estado del candidato demócrata, escapó en un permiso de fin de semana robando en un establecimiento y violando a una mujer.

 

En el debate electoral, los periodistas, como ratones al sonido de la flauta de Atwater [referencia a la fábula alemana, de los hermanos Grimm, El flautista de Hamelín], preguntaron a Dukakis si apoyaría la pena de muerte en el caso de que un delincuente asesinara y violara a su mujer, mientras que la realización enfocaba al candidato y a su esposa, visiblemente compungida, entre el público. El equipo de Dukakis había preparado con el candidato, concienzudamente, la respuesta, una que apelaba a la muerte de su hermano tras su atropello por un conductor que se dio a la fuga. Sin embargo, Dukakis, tras pensarse la respuesta, optó por no seguir las indicaciones de su equipo y sí sus principios, explicando con datos por qué la pena de muerte no era efectiva para la prevención del delito. Los demócratas volvieron a perder las elecciones, Bush ganó en 40 Estados, Dukakis tan sólo lo hizo en diez, más el DC.

 

Lee Atwater fue premiado, tras la exitosa y mezquina campaña de 1989, que dio la vuelta a las encuestas y permitió a Bush lograr la victoria, con la presidencia del Partido Republicano. Falleció en 1991, víctima de un fulminante tumor cerebral. Meses antes de su muerte, escribió un testamento público, en la revista Life: "Mi enfermedad me ha ayudado a ver que lo que le hace falta a la sociedad estadounidense es lo mismo que me falta a mí: un poco de corazón y mucha hermandad [...] En parte debido a nuestra exitosa manipulación de los temas de su campaña, George Bush ganó cómodamente [...] Si, bien, no inventé la política negativa, soy uno de sus practicantes más fervientes [...] En 1988, contra Dukakis, dije que 'dejaría desnudo al pequeño bastardo' y 'convertiría a Willie Horton [delincuente afrodescendiente que, mientras cumplía cadena perpetua por asesinato, fue beneficiado por un programa de licencia de fin de semana, en Massachusetts] en su compañero para las elecciones'. Lamento ambas declaraciones: la primera por su crueldad diáfana, la segunda porque me hace parecer racista, algo que no soy".

 

Hoy casi nadie recuerda a Lee Atwater, pese a que su legado está más vivo que nunca entre nosotros.

 

De Obama a Trump (y Biden): la sangría del Imperio no se detiene

 

 

Andrés Mora Ramírez*

- Diciembre, 3, 2020

 

La crisis de hegemonía de la potencia norteamericana también se expresa en la nostalgia de un dominio que hoy sólo puede sostenerse por la fuerza y actuando al margen de la ley, de la razón y del sentido de humanidad.

 

En marzo de 2016, Barack Obama culminaba su última gira por América Latina, con una visita a la Argentina, donde compartió cenas, fotografías y tangos con el presidente Mauricio Macri, por entonces, el eufórico portaestandarte de la llamada restauración neoliberal conservadora. Al presidente CEO [Chief Executive Officer, Director Ejecutivo de empresas], Obama pidió hacer de Argentina “un aliado universal de los Estados Unidos”, y le ofreció inversiones de capital estadounidense, acuerdos de seguridad nacional y lucha contra el narcotráfico.

 

En otras palabras, echar el candado geopolítico sobre Argentina. Días antes, en La Habana, el mandatario estadounidense daba importantes pasos en la flexibilización de las relaciones con Cuba; pero, mantenía incólume El Bloqueo: ese instrumento jurídico extraterritorial con el que la mano imperial estrangula a todos aquellos gobiernos y procesos políticos que cuestionan su pretendido orden hegemónico, y que enfilan su camino hacia la soberanía y la autodeterminación de los pueblos.

 

Estados Unidos trataba así de imponer las condiciones de sujeción del Continente para los próximos años. Algunos meses después de ese periplo, en noviembre, contra el pronóstico de las encuestas y los grandes medios de comunicación, Donald Trump se imponía a Hillary Clinton en la elección presidencial, abriendo un nuevo episodio en la crisis de hegemonía del imperialismo estadounidense; una auténtica sangría que está lejos de detenerse y que, por el contrario, se profundiza en la continuidad de sus formas y fracasos. Veamos.

 

Desde el primer día de su gobierno, Obama dio continuidad a la guerra terrorista contra el ‘terrorismo’ que inició el expresidente Bush, en 2001; y. como lo reseñó, en su momento, la BBC británica, no hubo un solo día de los dos mandatos de Obama en que Estados Unidos no se encontrara en guerra, en algún lugar del planeta.

 

Como dijo el analista Eliot Cohen, el Premio Nobel de la Paz, “Lanzó nuestra tercera guerra en Irak [contra el Estado Islámico], siguió en Afganistán, expandió por un orden de magnitud nuestra campaña de matar a ‘terroristas’ designados como objetivos, y respaldó el derrocamiento europeo del régimen de Gadaffi [en Libia]. En todas esas campañas, el ahora presidente electo Joe Biden estuvo al lado de Obama, dando su bendición a las agresiones.

 

Trump, por su parte, inauguró su mandato con 59 misiles de crucero lanzados sobre una base militar en Siria, prescindiendo de cualquier autorización del Congreso de su país, o del Consejo de Seguridad de la ONU. Un preludio de las otras guerras –comerciales, diplomáticas– que lanzó durante su estadía en la Casa Blanca, contra Corea del Norte, China, Rusia, Irán o Venezuela, valiéndose de la imposición de sanciones unilaterales, bloqueos económicos y la más descarnada rapiña (como hizo con el robo de petróleo y activos de empresas estatales venezolanas).

 

En clave latinoamericana, si Obama presumió del poder inteligente en la conducción de las relaciones de Washington con la Región, equilibrando el relativo deshielo con la Revolución Cubana y la complicidad solapada en los golpes de Estado perpetrados en Honduras, Paraguay y Brasil [además del fracasado en Ecuador] –delicadas coyunturas en las que el vicepresidente Joe Biden fue particularmente omiso en su defensa de la voluntad popular que llevó a la Presidencia a Manuel Zelaya, Fernando Lugo y Dilma Rousseff–.

 

Trump, por su parte, no ha mostrado el menor empacho en llevar la brutalidad al poder: su mandato no puede sino calificarse de funesto, oprobioso, insultante para todas y todos los latinoamericanos, quienes padecimos cuatro años de xenofobia y racismo, de chantaje y gansterismo, como modus operandi de la política exterior.

 

Obama, que hizo campaña con la promesa de cambiar el mundo (Yes, we can!, ¡Sí, podemos!) se despidió a media luz, bailando tango en Buenos Aires; Trump, que pretendía hacer grande a [Norte]América de nuevo, ensayó la huida a uno de sus campos de golf, mientras se desarrollaba la Cumbre del G20 [Foro de 19 países, más la Unión Europea, en el que participan, entre otros, jefes de Estado, ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales, realizado en Riad, los recientes días 21 y 22 de noviembre], en momentos en los que su pueblo y el mundo entero sufren una de las mayores crisis de la Historia.

 

Joe Biden, que todavía no asume la Presidencia, pero sabe de los entretelones –y las cloacas– del Imperio, declaró, recientemente, que con él al frente, Estados Unidos está “Listo para liderar al mundo y no retirarse, para volver a sentarse a la cabeza de la mesa, listo para desafiar a nuestros adversarios y no rechazar a nuestros aliados, listo para defender nuestros valores”.

 

El excepcionalismo estadounidense, como sustrato ideológico del imperialismo, se disfraza hábilmente con los ropajes de la retórica. Y en esto, no cabe llamarnos a engaño. La crisis de hegemonía de la potencia norteamericana también se expresa en la nostalgia de un dominio que hoy sólo puede sostenerse por la fuerza y actuando al margen de la ley, de la razón y del sentido de humanidad.

 

* Académico e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos y del Centro de Investigación y Docencia en Educación, de la Universidad Nacional de Costa Rica.

 

Decadencia de EEUU y rescate de soberanías

 

Narciso Isa Conde

- 03/12/2020

 

EEUU es el centro del imperialismo occidental y su proceso de decadencia gravita y acompaña la declinación de todo un sistema de dominación y hegemonía a escala mundial

La decadencia progresiva del Coloso del Norte, como imperio de alcance global, tiene expresiones e impactos parecidos en el contexto de la Unión Europea:

 

- Multi-crisis crónica con manifestaciones permanentes y recurrentes y agudos conflictos: explosiones financieras, estallidos de burbujas inmobiliarias, recesiones económicas, empantanamientos militares, deterioro ambiental, crisis urbanísticas, convulsiones sociales internas, oleadas migratorias que rebasan sus requerimientos de mano de obra barata, extrema polarización y contraste sociales cargados de tensiones y generadores de enfrentamientos periódicos, neofascismos, degradaciones ético-morales y ascendente gansterización del poder del capital.

 

- Declinación del dominio global unipolar, alcanzado a raíz de la crisis estructural y consiguiente derrumbe del socialismo euro-soviético, a consecuencia de la posterior recomposición militar de Rusia (a nivel de superar en algunas vertientes el poderío del Pentágono y la OTAN), y de la emergencia de China como superpotencia, que en productividad, avances tecno-científicos, competitividad y ritmos de crecimiento supera parcialmente a EEUU y a potencias occidentales y tiende a conquistar la supremacía mundial.

 

- Conformación, en consecuencia, de un planeta multipolar que ha erosionado la larga hegemonía mundial de EEUU, le impone obligados repliegues geoestratégico, le reduce control de zonas y países, le ocasiona pérdida de espacio en el mercado mundial y capacidad político-militar, para revertir por la fuerza procesos de autodeterminación, con cierta capacidad de defensa militar interna, con pueblos movilizados y significativos niveles de alianza con las dos súper-potencias que le adversan y algunas potencias medianas tipo Irán.

 

- Carencias de minerales estratégicos y recursos naturales vitales, tanto para las nuevas tecnologías como para prolongar, indefinidamente, su desarrollo ascendente y reproducir y garantizar vida prolongada a su modelo aberrantemente consumista y a su complejo militar-industrial-financiero; lo que incrementa su voracidad y sus planes guerreristas hacia países y regiones que los poseen.

 

- Continuas crisis internas en la Superpotencia Norteamericana y en determinados países capitalistas de Europa Occidental, y progresiva pérdida de hegemonía mundial, que mezcladas entre sí y acompañadas del traslado hacia el Oriente del vórtice de la renovación tecnología y el incremento de la productividad del trabajo, han confluido hasta conformar un cuadro de decadencia lenta, pero sostenida, del Occidente imperialista; lo que facilita y amplía las posibilidades de expansión del capitalismo euroasiático y, muy particularmente, de China, tanto hacia el centro como hacia la periferia de un sistema capitalista mundial sensiblemente fracturado.

 

Implicaciones de la decadencia imperialista occidental

 

Ese nivel de decadencia no es igual a desplome o caída rápida, ni a pérdida total de fuerza y capacidades en todas las vertientes; menos aun en lo militar y en lo mediático, donde sus fortalezas perduran y repuntan, y son empleadas sin escrúpulos.

 

Tampoco implica incapacidad para prolongar su existencia y agredir a los países más débiles.

 

Los procesos de decadencia siempre han sido dilatados y en su curso progresivo abundan los zarpazos, la violencia y el terror de Estado, así como las agresiones y guerras imperialistas de diferentes intensidades.

 

EEUU y la alianza imperialista occidental –aun con sus crecientes contradicciones internas– están sufriendo un tipo de decadencia, que lejos de reducir su agresividad hacia las naciones que no controlan, realmente potencian su hostilidad, por razones de sobrevivencia.

 

La irritación que le causa la autodeterminación de los pueblos, su complejo de superioridad racial, su desprecio por los pueblos de otro color y otras culturas, y su determinación de apoderarse de valiosos recursos que no poseen, o que poseen en cantidades limitadas, alimentan su odio imperial contra los países periféricos-dependientes que intentan zafarse de su yugo y rescatar sus respectivas soberanías. Casos recientes, como los de Venezuela y Bolivia ilustran acerca de cómo se ha potenciado el espíritu de coloniaje y rapacidad de la gran burguesía transnacional.

 

De ahí la trascendencia de todo aquello que debilite al imperialismo estadounidense y al sistema que él encabeza. La tremenda importancia que tiene para los países del llamado Tercer Mundo la decadencia descrita y de todo lo que la acelere y profundice.

 

 A mayor decadencia, mayores posibilidades de liberación.

 

A mayor pérdida de hegemonía, mejores oportunidades para conquistar soberanía y suma de procesos de independencia.

 

Incluso, a un mayor declive de EEUU respecto a China, Rusia y respecto al conjunto de Estados, que viene conformando una especie de polo internacional adverso a la supremacía estadounidense y europeo-occidental (sensiblemente afectadas), más brechas y más oportunidades, a través de la cuales los pueblos oprimidos por el imperialismo podrían conquistar su autodeterminación; paso fundamental para abrirles cauces a las transformaciones antiimperialistas y anticapitalistas y a los grandes cambio sociales..

 

Esto es así independientemente de la naturaleza de las formaciones económico-sociales y los sistemas políticos de esas superpotencias emergentes, que más tarde podrían colidir o no con los intereses de los pueblos y naciones que se zafen de la actual recolonización del imperialismo occidental.

 

Y es así, en mayor escala para un gran número de países latino-caribeños y, particularmente para nuestra República Dominicana y la isla que compartimos con Haití, sometida a un férreo control imperialista derivado de sucesivas intervenciones militares, a cargo de un imperio que parecía invulnerable, pero que, ciertamente, ya exhibe una fuerte tendencia a declinar y no cuenta en la actualidad con la omnipresencia de años anteriores.

 

El menguado poder del Norte Brutal ya no tiene tan garantizado, como antes, la capacidad de aplastar todas las soberanías, ni de revertir por largo tiempo los procesos auto-determinados con capacidad de autodefensa y respaldo de potencias aliadas.

 

Tampoco está en capacidad de imponer todos sus designios en todas partes, ni de aislar por mucho tiempo a unos pocos países rebeldes. Primero Cuba y, después, Venezuela, lo ha demostrado con creces. El tema de los buques iraníes dejó recientemente bien claro ese dilema: el imperio amenazante tuvo que meterse el rabo entre las piernas.

 

La clave está en rebelarse contra el pesimismo, echar al basurero el fatalismo geográfico, abrirle todos los frentes posibles a ese Coloso con Pies de Barro, amalgamar la dignidad nacional con la suma de rebeldías antiimperialistas a nivel continental y mundial, con la firme voluntad de sumarlas para crear en perspectiva una Patria Grande Soberana y avanzar hacia un Mundo Solidario.

 

Sobrina de Trump escribe un segundo libro sobre el Presidente y dice que es un “criminal” que debe ir a prisión

 

- 5 diciembre 2020

 

 

Mary Trump, sicóloga y crítica abierta del presidente Donald Trump, dijo que su tío es “criminal, cruel y traidor” y debe ir a prisión una vez que salga de la Casa Blanca.

 

La también escritora y que prepara un segundo libro sobre el mandatario, rechaza la idea de que llevar a un expresidente a juicio profundizaría las divisiones políticas de Estados Unidos.

 

“Es francamente insultante que nos digan, una y otra vez, que el pueblo estadounidense puede manejarlo y que sólo tenemos que seguir adelante”, dijo Mary.

 

“Si alguien merece ser procesado y juzgado, es Donald”, agregó. “De lo contrario, simplemente nos quedamos abiertos a alguien que, créanlo o no, es aún peor que él”.

 

Cuestionado sobre el tema, un portavoz de la campaña de Trump envió por correo electrónico una respuesta de una frase: “¿Ella mencionó que tiene un libro por vender?”

 

Mary Trump, la hija del hermano mayor del Presidente, Fred Jr., anunció esta semana que está escribiendo una segunda parte del exitoso y mordaz libro que publicó este verano sobre su tío, titulado Too Much and Never Enough, How My Family Created The World’s Most Dangerous Man (Siempre demasiado y nunca suficiente: Cómo mi familia creó al hombre más peligroso del mundo).


Su nuevo libro, The Reckoning [El ajuste de cuentas], de la editorial St. Martin’s Press, saldrá hasta julio. El libro trazará lo que ella dice es el trauma colectivo de Estados Unidos, desde su fundación, con base en el trabajo de africanos esclavizados, hasta los crecientes impactos económicos y de salud mental causados por la pandemia del coronavirus.

 

Con un doctorado en psicología clínica, la autora argumenta que Estados Unidos necesita reimaginar cómo se ocupa de la salud mental, tratándola con el mismo vigor que las enfermedades físicas.

 

Mary Trump hace sus escritos críticos en medio de pleitos legales con su familia.

 

Su tío, Robert Trump, presentó una demanda para impedir que Too Much and Never Enough llegara a las librerías, citando un acuerdo familiar de no publicar historias sobre los miembros principales de la familia sin su aprobación, pero un tribunal rechazó ese alegato.

 

En septiembre, Mary Trump demandó al Presidente, a Robert Trump y a la hermana de ellos Maryanne Trump Barry, una jueza federal jubilada, alegando que la defraudaron con millones de dólares y la sacaron del negocio familiar. Robert Trump murió en agosto y la demanda está pendiente.

 

Cuando se publicó su libro sobre la familia, en julio, Trump tuiteó que Mary Trump era “una sobrina a la que he visto pocas veces (y) que sabe poco sobre mí, dice cosas falsas sobre mis maravillosos padres (¡que no la soportaban!) y yo”, y violó un acuerdo de no divulgación.

El Mandatario insiste, falsamente, que ganó la reelección, pero que los comicios estuvieron amañados, a favor de su rival demócrata Joe Biden.

 

“No es simplemente que Donald es horrible e incompetente y cruel, es que se le permitió ser así”, afirmó Mary Trump. “Cada transgresión que ha quedado impune ha sido una oportunidad para que él lleve las cosas aún más lejos. Esa, en parte, es la razón por la que lo vamos a ver destrozar todo lo que pueda en su camino hacia la puerta de salida”.

 

 

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