miércoles, 30 de octubre de 2019

Monica Müller médica argentina visitó en Cuba laboratorios, psiquiatricos, sanatorios SIDA, hospitales, facultades de medicina Chaubloqueo Museo Che Guevara de Buenos Aires



Página 171  libro  “CUBA EXISTE ES SOCIALISTA Y NO ESTÁ EN COMA”
Del Arquitecto Rodolfo Livingston   Ediciones de la Urraca 1992
Buenos Aires.

UN OJO CLINICO SOBRE CUBA                            por Mónica Müller

La Dra. Mónica Müller viajó a Cuba por primera vez en junio de 1992.  Pasó dos semanas metiéndose sin permiso en hospitales, facultades de medicina, sanatorios de SIDA, hospitales psiquiátricos, laboratorios y farmacias de La Habana, de Holguín y de Gibara.  Habló con pacientes, médicos, enfermeras, investigadores y técnicos.  Por el contacto directo y libre que tuvo con el sistema de salud de Cuba, es que fue invitada a participar en este libro.   R.L.

Cuba es un fenómeno único, más que por lo que hay, por lo que no hay.  Supongo que yendo con un tour, lo llamativo es lo que hay. Playas extraordinarias , gente dulce y sonriente, paisajes bellísimos, una arquitectura preciosamente conservada, ciudades seguras y mucho ron del bueno.  Yendo libremente, sin nada programado, Cuba es maravillosa por todo lo que no tiene.
En primer lugar, publicidad.  Uno siente que está en un lugar diferente al resto del planeta y no sabe bien por qué.  Hasta que descubre que no hay imágenes de Claudia Schiffer ni de Coca Cola ni frases en inglés ni promesas de una vida mejor si uno compra tal auto ó tal cerveza.  En segundo lugar, ricos. Ese regalo de la naturaleza que es Cuba, es de toda la gente de Cuba.  Estamos acostumbrados a que los mejores lugares de la tierra pertenezcan a unos pocos – nativos y extranjeros igualados por el dinero – mientras quienes descienden de los primitivos dueños miran hambrientos desde los bordes ó están adentro para servir.  Por eso nos resulta un espectáculo extraño ver que no hay cubanos ricos.  Los funcionarios del partido – que según nuestro sistema deberían ser poderosos – son de una humildad y un ascetismo difícil de comprender para quienes vemos todos los días los vestidos de Zalemita y la casa de Jorge Triaca.
En Cuba tampoco hay ambiciones personales.  Quienes creen que la feroz competencia individual es el único estímulo posible para la evolución, pueden aprender allí que hay otros estímulos, más poderosos y profundos.  Allí, todos trabajan para todos. Pude ver cómo investigan en las Facultades de Medicina y en los Hospitales, no para el lucimiento de un médico, no para el prestigio de una institución, sino para el mejoramiento de la salud de todos los cubanos  y de todos quienes lleguen de afuera pidiendo ayuda.  Pregunté, por ejemplo, como es que siguen atendiendo gratis a los chicos de Chernobyl, estando como están, deterioradas las relaciones con la ex URSS y escasos los recursos de la isla.  Me miraron asombrados y me dijeron:  “¿Qué culpa tienen los chicos de lo que haga su gobierno?”   Los cubanos separan muy bien las intenciones de los pueblos de los actos de sus dirigentes.  Varias veces los escuché decir, hablando con simpatía de los norteamericanos:  “Nuestro conflicto es con el gobierno de Estados Unidos, no con su gente”.
Otra cosa que no hay en Cuba es represión.  De ningún tipo.  Se dice lo que se siente.  Se mira francamente, se sonríe inocentemente.  Se siente que nadie oculta nada, porque todos están unidos por un mismo sentimiento.  Es imposible transmitir esa sensación.  Es algo que se percibe instintivamente y que no se puede falsear.  Los policías, lejos de ser la vergüenza nacional, son gente culta, sensible, interesada por los problemas de la gente.  Están para ayudar.  Se acercan con afecto, te tocan, te hablan dulcemente. En una asamblea de escritores y artistas cubanos que se hizo en Holguín, me metí a escuchar.  Había representantes de toda Cuba.  A mi costado, vi con sobresalto un uniforme verde.  Con un reflejo pavloviano-argentino, que consiste en erizarse de pies a cabeza frente a un uniforme, miré con desconfianza al militar, pensando que estaba allí para controlar.  Me sorprendió ver que estaba escribiendo con un lápiz que tenía un osito en la punta.  Un lápiz como los que tiene mi hija.  De repente se paró para opinar, inesperadamente para mí, no pidió más decencia, más respeto a las costumbres,más presupuesto para los desfiles.  Pidió – en nombre del ejército – más espacios y más oportunidades para la danza.  Me costó imaginarme un escuadrón ensayando sus pas-de-deux en el patio del cuartel, pero, evidentemente, a todos les parecía natural la escena, y el pedido quedó formalmente registrado en el libro de actas de la asamblea.  En Cuba tampoco hay rabia.  Podría haberla contra el resto del mundo, por el bloqueo feroz que los aprieta un poco más cada día.  Pero no hay.  A veces están tristes, porque no hay toda la carne que quisieran tener, o porque tienen que inventar menús de una austeridad dolorosa. Pero no odian. Es como si estuvieran dispuestos a pagar con alegría por conservar su dignidad intactas. Y así lo dicen, todo el tiempo, con las palabras y con los gestos. Van de a tres en una bicicleta, bajo la lluvia y se ríen, y se saludan, todos embarcados en el mismo viaje heroico que nadie desea abandonar.  Además de todo eso, en Cuba no hay nada para comprar.  Las vidrieras son pobrísimas.  Muestran un vestidito fuera de toda moda, dos pares de zapatos y unas flores de plástico.  Espectáculo inquietante para nosotros, empachados de mármol, de dicroicas y de vidrieras histéricas que nos muestran como alcanzable todo lo que la publicidad nos muestra como deseable.
A la medicina cubana también le faltan muchas cosas.  No hay la principesca soberbia de los médicos.  Allí los médicos se inclinan a saludar con un beso a una paciente, explican pacientemente a los familiares todo el caso, escuchan con ternura, están absolutamente al servicio de los que sufren.  Tampoco existe el aislamiento del paciente grave, que despersonaliza y pone al enfermo en las manos todopoderosas del médico.  En las salas de terapia intensiva de los hospitales pediátricos, pude ver cómo los chicos se internan con su madre. Y cómo la madre se comunica con los familiares a través de un vidrio, hablando por un teléfono directo con ellos.  Una escena que no asombraría en Oslo, pero que, por lo menos en nuestro país, es absolutamente inédita.
A los enfermos de SIDA cubanos también les falta algo:  la libertad de poder contagiar libremente a quienes están sanos.  Antes de ir, yo me preguntaba cómo era eso de tenerlos aislados.  Me parecía inhumano.  Allí en Holguín, visité un sanatorio de SIDA.  Jardines llenos de plantas cuidadas por los mismos enfermos.  Un comedor simpático, luminoso, que podría haber estado en el folleto de un tour tropical.  Un microcine donde algunos enfermos miran un film de Schwarzenegger.  Preparativos para ir a la playa, en grupos, con médicos y enfermeras.  Una sala donde algunos pacientes tenían una sesión de psicoanálisis como terapia para aprender a convivir con su enfermedad.  Pequeñas cabañas individuales, decoradas según el gusto de su dueño: un bar con espejitos, una colcha con diseños de leopardo, un delirante altar con santos paganos.  Allí hablé con los enfermos, paseando por los jardines. Todos ellos parecían modelos de Calvin Klein, más que pacientes infectados por un virus.  Musculosos, bien vestidos, bien alimentados con cinco mil calorías diarias – contra las estrictas mil quinientas que recibe toda la población sana de la isla -. Todos me contaron que en su terapia intentaban tomar conciencia de que no podían hacer la misma vida que antes, que no es ético andar contagiando a los demás, y que visitaban a su familia una vez adaptados a su nueva situación.  Sólo dos de ellos protestaban: acababan de llegar de Estados Unidos, de donde los habían deportado en cuanto los descubrieron portadores.  Extrañaban los jeans, los chicles, los hot-dogs.  Uno de ellos, además, estuvo preso por robo en San Francisco.  Cuando le conté que en la Argentina los presos enfermos de SIDA habían estado encadenados a la cama de un hospital, me miró incrédulo y sacudiendo la cabeza me dijo: “¡Vamos, compañera, que eso no puede ser veldá!”.  ¡Qué situación extraordinaria!  Seguramente creyó que había sido enviada por el partido para hacer propaganda comunista.
En Cuba faltan muchas libertades:  no hay libertad para morirse de tuberculosis, no hay libertad para estar desnutrido ni para ver morir a los hijos de diarrea estival ni de sarampión; no hay libertad para ser analfabeto ni para intoxicarse con medicamentos contaminados ó leche con salmonellas.  Y sobre todo, no hay libertad para elegir entre tres candidatos, que ofrecen como única diferencia tres distintos modelos de lifting.
En Cuba no hay una enorme cantidad de cosas que nos han hecho creer que son esenciales.  Todo el tiempo y todo el espacio están dedicados a todo lo que nos han hecho creer que es prescindible: la solidaridad, la dignidad, la honestidad, la austeridad y el afecto.
Volví conmovida porque allí pude ver que otro modelo de Humanidad es posible.  Y volví muy triste, porque también descubrí que a esta altura de nuestra resignación, de nuestra frivolidad y de nuestra entrega, seguramente es imposible volver atrás para intentar empezar de nuevo.

 La doctora en medicina Mónica Müller,  ex esposa del arquitecto Rodolfo Livingston influyó crucialmente en él,  para que incluyera en el libro que estaba finalizando el tema de un argentino,  que de visita en Cuba había donado sangre para un policía gravemente herido.  Las cartas de agradecimiento que recibió el argentino por su acción, tras ser publicadas en el libro de Livingston,  influyeron crucialmente para que miles de argentinos aportaran donativos  que Irene Rosa Perpiñal, pareja de Toto el argentino que donó sangre, pudiera formar el grupo solidario más productivo en donaciones a la necesitada Cuba de los años noventa llamado “CHAUBLOQUEO”.


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