viernes, 15 de julio de 2016

cuasi filicidio por accidente caída de objetos desde altura descerebrado Eladio González padre e hijo

CUANDO  POR  ACCIDENTE   MI  PADRE  CASI  ME  MATA

Estabamos durante una mudanza, vaciando un  departamento de un quinto piso en la calle Sarmiento cerca de Once.
Era un antiguo edificio y yo era muy joven, con otro peón estábamos en la vereda de la planta baja y nuestra función era tirar de la gruesa soga que pasando por la roldana nos permitía bajar los muebles sin usar la escalera.
En esa época no se usaban cascos protectores de seguridad como se hace ahora en las obras en construcción.  Papá estaba realizando el trabajo de envolver los muebles y enseres con la punta de la soga. Cuando terminaba de hacerlo acostumbraba silbar (su chiflido era impresionante de fuerte) y entonces nosotros comenzábamos a tirar de la soga y la mesa, las sillas, el aparador ó lo que fuera comenzaba a aparecer del balcón hasta que quedaba colgando y allí nosotros debíamos ir aflojando la soga, abriendo un poco las manos y apretando una bolsa de arpillera con la que evitábamos quemarnos las manos por el roce de la gruesa soga de cáñamo.
Mientras no chiflaba charlábamos o mirábamos quien pasaba o nos distraíamos con cualquier cosa siempre con las manos sosteniendo la soga.
Así estábamos uno frente al otro, (el peón López y yo) cuando algo explotó a nuestros pies.  Nos encontramos con una enceradora antigua de hierro con un gran motor y sin el caño para empujarla que se había roto y abollado.
Ocurrió que había caído desde el quinto piso y no nos tocó a ninguno de los dos de milagro.
Papá había tomado la enceradora por su caño manija y ató la soga al mismo, luego “sin chiflar esta vez” levantó el aparato y lo sacó fuera del balcón. Como lo sostenía del caño y este en la unión con el motor y cuerpo de la enceradora no tenía el bulón apretado con toda la fuerza que debía, se encontró con que la enceradora se desprendió y cayó dejándole la soga y el caño en su mano.

Aquí imagino a mi viejo viendo como caía el aparato hacia las dos personas que en la vereda y distraídas no miraban para arriba. No le dio tiempo ni a gritar un aviso.  El corazón no le falló, vaya a saber porqué. 
La cuestión que sobrevivimos, ni nos rozó.  Eso se llama suerte.

Esos veinte kilos de metal, cayendo desde un quinto piso sobre un cráneo humano hubieran descerebrado al peón o a mí.  

Fue uno de esos días en los que (como escribió Nicolás Guillen) la muerte me llamó pero no le respondí. 

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