LUISA Y ANTONIO cuento de Mario Silva Arriola
¡¡ Está loco !! ¡¡ Majara total !! ¡¡ Idiota y peligroso !! ¡¡ Viejo sinvergüenza !! ¡¡ SUJETENLO !! ¡¡ Llamen a la policía !! En el interior del banco todo era revuelo. El señor Gerente General con la cara enrojecida por la indignación y el esfuerzo de gritar gesticulaba ampulosamente y no dejaba de dar voces. Varios empleados iban y venían con genuflexa actitud colaboradora, pero sin saber realmente que hacer. Los numerosos clientes se miraban entre si provocándose al diálogo y comentaban el suceso entre azorados, curiosos y temerosos. “¿usted lo vió?”, “entró como una tromba, a mi casi me lleva por delante…”, “parece mentira…. Estará drogado o borracho…. Vaya usted a saber…”, “¡¡ Virgen Santa se escapó del manicomio….!!. En la calle la gente se arremolinaba, los más audaces se aproximaban al inmenso portal del Banco y trataban de sacar información para distribuirla entre el resto, los corrillos la dramatizaban, adobaban, coloreaban y agigantaban a su gusto…. “dicen que llevaba algo en la mano….”, “seguramente era una pistola…”, “no… era un machete…”, “esta clase de gente no merece vivir en una sociedad civilizada..” “donde vamos a ir a parar..”, “es un viejo…”, “no… es un joven disfrazado..”, menos mal que lo cogieron..” El patrullero policial no se hizo esperar, con ademanes autoritarios y como si fueran una especie de estela sólida del estrépito de las sirenas, toda su dotación se abrió paso entre el gentío creciente sin demasiados miramientos. Eran tres decididos policías que, pistola en mano avanzaban sin vacilaciones, “abran paso señores…”, “tengan calma..”, “nada de pánico…”, “dejen actuar a la fuerza…”. El que presidía el grupo era inmenso, cuadrado, fuerte, evidentemente acostumbrado a las acciones represivas súbitas y violentas. Un hombre ideal para intervenir en un suceso no demasiado claro, pero calificado de “grave” por la voz temblorosa y apremiada que, pocos instantes antes, había telefoneado a la Comisaría. El trío avanzaba a paso firme hacia el fondo del largo pasillo que conducía al lujoso despacho del Señor Gerente General, prácticamente en el corazón del Banco. Allí contra una pared, cuatro osados funcionarios bancarios sujetaban, doblándole los brazos sobre la espalda, al causante del alboroto. Era un anciano extremadamente delgado, de cabellos ralos y revueltos, totalmente blancos, con una expresión en el rostro muy difícil de describir, ya que entre un temor superficial, algunas lágrimas aún sin secar que le resbalaban hasta la barbilla, los ojos ausentes de la escena y como clavados en otra, sólo visible para él, sonreía entreabriendo los labios y musitando leves palabras incomprensibles. “¿Es este?” El Jefe de la dotación policial no gastó mas palabras, lo esposó con rudeza y a los empujones lo sacó del Banco, seguido por sus colegas, un tanto desilusionados ante tan poco delincuente y escasísima acción. En menos de dos minutos todo había concluido. Los curiosos se dispersaron, la calle recuperó su fisonomía normal, los clientes volvieron a sus interrumpidas gestiones, los empleados a sus ventanillas, sus mesas de trabajo, sus ordenadores y calculadoras, su inagotable papelerío. El único que seguía pendiente de lo sucedido y no se conformaba era el Señor Gerente General que repetía sin dirigirse a nadie en particular, pero vociferando ante todos en general: “¡¡ MIREN COMO ME HA DEJADO LA PUERTA DEL DESPACHO !! . Y no dejaba de tener razón, Había sido una puerta elegante, de finísima madera en tonos claros, lisa y pulida, sobria, atrayente. Ahora lucía irremediablemente arruinada y así lo expresaría el Señor Gerente en su denuncia, que se aprestaba a formalizar. Sentado en uno de los largos bancos de la Comisaría del barrio, el anciano, aún esposado, dejaba vagar su ojos posándolos en el rectángulo de primavera que asomaba por una ventana con rejas exteriores. Nadie reparaba en él. Lo habían dejado como se deja un objeto sin importancia, un jeroglífico humano sin explicación lógica posible – excepto borrachero ó locura – aunque no peligroso porque no opuso resistencia, como si hecho lo que hizo, todo se hubiera consumado. Realmente no sabían que hacer con él. Era demasiado viejo. Había que esperar al irritado Señor Gerente General y levantar el atestado de la denuncia formal, luego, quizá, el Comisario le pegaría cuatro gritos para asustarlo un poco. Pero nada de eso parecía preocupar al anciano que esperaba manteniendo un largo encuentro con sus recuerdos, de pronto tan cercanos, tan a la mano, ese día 2 de octubre de 2002 ó, tal vez, ¿de 1939?.
Era un barrio de los que se llaman típicos. Humilde, tirando a pobre, pero dotado de una luminosidad especial, como si el cielo derramara en él más luz de la que le pedía, sobre todo en primavera, cuando la plaza rebosaba de flores silvestres y los árboles aromaban el ambiente desde el jugoso verdor profundo de sus hojas. Estaba situado al oeste de Buenos Aires, cruzado por la columna vertebral de la ciudad, la mundialmente famosa Avenida Rivadavia, que nacía en pleno centro y casi no moría de tan lejos que llegaba. La carbonería estaba al fondo de un inmenso terreno vacío, un desierto mal apisonado donde la gente abandonaba materiales producto de las demoliciones, rejas, baldosines, puertas, muebles viejos y una variedad inclasificable de objetos que se iban apilando y que, así como aparecían, solían desaparecer, dejando enormes espacios abiertos en los que quedaba la huella de la cal, el yeso, el cemento, los trozos dispersos de ladrillos, baldosas y maderas. En ese ámbito surrealista sólo la carbonería tenía aspecto de solidez estable. Era un almacén de mediano tamaño y suelo de tierra ennegrecida por la hulla y el carbón y paredes y techo de chapa de zinc, donde se podían ver muchos sacos de arpillera, algunas palas y picos y una balanza cuadrada y pesada, capaz de soportar cientos de kilos. Hasta allí llegaban los que tenían que alimentar sus hornallas, estufas, cocinas, con el combustible indispensable. “Antonio… mándame cinco kilos…” y Antonio el carbonero, apaleaba sobre la balanza hasta que el fiel se ponía de acuerdo con la pesa elegida, después otra apaleada hacia el interior del saco de arpillera, y concluida la operación el pedido quedaba apartado para su posterior reparto, cosa que también llevaba a cabo Antonio, ayudándose de una yegua zaina, pequeña y lustrosa, a la que mimaba y que tenía su cuadra en la misma carbonería, es decir, a un costado del tinglado de zinc, con su techito y su lugar para comer y beber. A las doce del mediodía enganchaba la yegua al carro, lo cargaba y salía a repartir. La carbonería quedaba sola porque no había nadie mas y tampoco nada que cuidar en particular. Si hubiera que resaltar algún rasgo de Antonio, el más evidente era su enorme timidez. Acostumbrado a las – no más – que cinco o seis palabras de la frase que encerraba el rutinario pedido, dichas desde la puerta del almacén por los siempre apresurados clientes, que tras pronunciarlas, poco menos que huían por el terreno mal apisonado hacia la calle Rivadavia para continuar con sus ocupaciones, sin esperar siquiera una respuesta. Antonio había reducido ésta a un mero gesto con la cabeza o con la mano en señal de entendimiento y futuro cumplimiento. Muy pocos conocían su voz y nadie se había molestado en pensar en Antonio “hombre” como algo separado del “carbonero Antonio”. No era mal parecido. Delgado, de estatura mediana, rostro agraciado, profundos ojos negros sobre los que inevitablemente caía el pelo revuelto, manos fuertes y firmes, tenía el aspecto de ser honrado hasta la exageración, serio hasta no tener risa ni sonrisa, trabajador hasta negarse descansos. Tenía unos 23 años y una riquísima vida interior edificada sobre lecturas, sobre pasiones simples y hondas, sobre un amor ecuménico por la naturaleza y otro amor, cuya destinataria ignoraba por completo, porque la timidez de Antonio le impedía revelarlo. Luisa, como tantos, iba asiduamente a la carbonería a dejar el pedido, pero a diferencia de los otros, rompía la barrera de las cinco o seis palabras del rito, saludaba a Antonio con una sonrisa que bajaba desde su frente a sus labios y utilizaba una gama verbal distinta en la que no faltaban preguntas, entre curiosas y formales, sobre su salud, su vida, sus cosas. Era menuda y bonita. Ambiguamente rubia porque su pelo era casi castaño y sus ojos definidamente azules. Muy joven, caminaba con una elegancia natural y poseía esa limpieza de alma que se derrama al exterior entremezclada con una bondad inmanente. Pero Antonio, prisionero de su timidez, aún haciendo enormes esfuerzos, apenas si respondía, mientras se amasaba las manos, se quitaba el mechón de los ojos y se sacudía el polvo de carbón de las rodillas, sintiéndose halagado pero atado en una envoltura de miedos oscuros como ese carbón que tan hábilmente manipulaba. Luisa jamás se iba sin despedirse amablemente y cuando cruzaba el inmenso terreno hacia la calle solía darse vuelta para contemplar como Antonio la observaba embobado, mientras se maldecía por dentro, odiándose por esa valla de estúpida vergüenza que sellaba sus labios en el instante mismo en que Luisa llegaba. Algo crecía entre ellos, pero nada exterior lo hacía palpable. Sólo el hecho de que Antonio esperaba cada lunes y cada jueves a las diez de la mañana para recibir a Luisa y que nada ni nadie lo hubiera hecho moverse de la carbonería esos días a esa hora. Ella era infaltable. Contaba los pasos desde su casa e imaginaba que Antonio rompería un día su timidez y le diría algo, la invitaría al cine, le haría un regalo, pero era demasiado esperar. Luisa llegó a utilizar hasta la yegua zaina como excusa para demorarse ante la brevedad que imponía pedir cinco kilos de carbón a un mudo asustado y tembloroso, que la miraba profunda y tiernamente sin decir nada, “que bonita es…” se ve que la tratas bien y que la quieres mucho…. dichosa ella que la quieren….” Pero allí quedaba la cosa. Cada lunes, cada jueves. Un lunes a las diez de la mañana, mientras Luisa cruzaba velozmente el desolado páramo de tierra hacia la oscura boca de la carbonería, observó que la puerta destartalada que tapaba la entrada del tinglado de zinc cuando Antonio no estaba, se hallaba cerrada. A medida que avanzaba su desilusión iba en aumento, e inconcientemente adjudicaba excusas a su ausencia, “¿estará enfermo?”, “¿habrá tenido que servir un pedido urgente?”, pero al llegar ante la puerta, su rostro cambió y su sonrisa habitual reventó en un grito de alegría. Allí estaba el mensaje esperado, que, proviniendo de Antonio no resultaba extraño que careciera de voz. Cruzando de lado a lado la puerta, con gruesos rasgos que se hundían en la madera y con un trozo agudo de carbón había escrito: “ TE QUIERO LUISA ”. Era el 2 de Octubre de 1939. La historia subsiguiente no tuvo nada de extraordinaria. Se casaron, tuvieron dos hijos. Se amaron hasta que Luisa enfermó y murió, dejando a Antonio con aquél antiguo silencio incomunicativo de su juventud, que lo llevaba a dejar vagar sus ojos en el espacio, como tratando de localizar en el aire las palabras que tenía que decir a Luisa sin que le brotaran, enmarañado en su maldita timidez. El barrio creció con sus hijos, se hizo populoso, se modernizó. Emergieron pisos y comercios. Ya nadie compraba carbón. Un Banco compró el solar en que la carbonería había existido y en menos de lo que puede contarse, estaban las máquinas volteando el tinglado de chapas de zinc, cavando cimientos, levantando muros, llenando todo el inmenso espacio vacío de despachos funcionales, donde trabajarían decenas de empleados dirigido por ejecutivos de impecable traje moderno y adusta mirada comercial.
El señor Rodríguez Fernández, Gerente General del Banco, leía atentamente el atestado de su denuncia antes de firmarlo…. “y siendo las diez horas del día 2 de octubre de 2002, el denunciado Antonio penetró súbitamente en las dependencias del Banco sin que nadie se apercibiera ni pudiera evitarlo, dada la rapidez con la que actuó, pudiendo acceder hasta la puerta del despacho de la Gerencia General, donde con un trozo de carbón y con fuertes rasgos que resultan prácticamente indelebles, cruzando la puerta de lado a lado, escribió la siguiente frase: “ TE QUIERO LUISA ” en letras mayúsculas y visibles claramente…. Interrogado por el instructor no se ha logrado que el precitado Antonio conteste una sola palabra…. por lo que…..
Afuera, la primavera se paseaba del brazo de dos sombras.
Mario Norberto Silva Arriola
Nota: Transcurriendo el relato en Buenos Aires, ubicada en el hemisferio Sur, en octubre es primavera.
en estos links verás entrevistas y video sobre nuestro museo.
la revolucion en Argentina que quiso el Che Museo Ernesto Che Guevara Primer Museo Suramericano en Buenos Aires CABA Argentina
Izquierdista entusiasta, y compañero revolucionario Eladio Gonzalez muestra el contenido de su afamado museo Che Guevara en Caballito, Buenos Aires..
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informó el Museo “ ERNESTO CHE GUEVARA ” de Caballito, CABA
calle Rojas 129, esq. Yerbal, Buenos Aires (AAC 1405) Argentina
Visitar lunes a viernes de 10 a 19 hs. (corrido) – entrada libre y gratuita
Escuela de Solidaridad con Cuba “ CHAUBLOQUEO ”
Registro donantes voluntarios de Células Madre (INCUCAI)
Coordinador ex Mesa Vecinal Participativa en Seguridad de Caballito
Tel. 4 903 3285 Irene Rosa Perpiñal - Eladio González (Toto)
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¡ Salven a los argentinos !..... “las ballenas”.
Las Islas Malvinas fueron, son y serán siempre ARGENTINAS.
Guantánamo es cubano ¡ fuera los norteamericanos de allí ! invasores colonialistas como los ingleses.
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